La pared by Xurxo Esquío
polar recorriendo tu espina dorsal, sintiendo que la temperatura de tu corazón es tal como si estuvieras
muerto y encerrado en un ataúd sumergido en las aguas del océano Ártico. Pero tenía que ir a trabajar.
A veces el cerebro humano, para enfrentarse a hechos que escapan a su entendimiento, utiliza los sueños para dar una pátina de racionalidad a dichos sucesos. Intenta interiorizarlos, aceptarlos como verdades. Desgraciadamente, este no era el caso.
Este día
mi despertar es el minuto uno de esa certeza. Semanas de conjeturas,
de eludir lo obvio, de justificaciones más propias de una película
infantil, de razonamientos extravagantes e incapaces de persuadir al
menos agraciado intelectualmente de los seres humanos, llegaban a su
fin sin preaviso. Por la puerta de atrás, como suele decirse,
mientras dormía.
Esta mañana me siento protagonista de una
pesadilla que comienza al abandonar el sueño. Mi máximo temor en
este momento es salir de mi propia habitación, el sitio donde a
priori debería sentirme más seguro. El trayecto hasta el baño,
situado en el otro extremo del pasillo, lo hago a oscuras porque el
interruptor de la pequeña lámpara LED que cuelga del techo, está
al lado de la puerta del servicio. Me detengo, escucho atentamente
tras cada paso que doy. Aguzo tanto el oído que siento que me duele.
Camino de puntillas, lo más silenciosamente posible. Temo que algo
me esté esperando, oculto, al acecho, preparado para abalanzarse
sobre mí al menor descuido.
Una vez frente a la puerta
entreabierta del baño, me introduzco rápidamente en el pequeño
cubículo y la cierro a mis espaldas. Inmediatamente, soy consciente
de que he olvidado encender la luz.
Vuelvo a abrir la puerta lo
suficiente para sacar una mano. Tanteo la pared hasta localizar el
interruptor, lo presiono ansioso. Retiro la mano todo lo deprisa que
puedo y cierro la puerta empujándola con todo mi cuerpo.
Permanezco
un segundo de espaldas al habitáculo, temo a lo que pueda estarme
esperando adentro.
Me giró bruscamente, paseo la mirada por el
pequeño cuarto mientras el corazón late desbocado en el interior de
mi caja torácica. Todo está en su sitio.
Ahora viene lo más
complicado, tengo que ducharme. Esto implica desnudarme, lo que ya de
por sí es un extra de desprotección. A esto hay que añadir el
golpeteo del agua cayendo a chorros desde casi dos metros de altura,
produciendo un ruido susceptible de enmascarar cualquier sonido que
pudiera prevenirme de un avieso acercamiento. Rememoro la famosa
escena de Psicosis. El asesino, lógicamente, escoge el momento del
aseo como el más propicio para sorprender a su víctima desprotegida
e indefensa.
Me sobrepongo de nuevo al terror, me despojo del pijama lo más rápido posible. A continuación me introduzco en la bañera y acciono el mando de la ducha que cuelga sobre mi cabeza. El agua comienza a precipitarse tibia al principio, para gradualmente aumentar su temperatura hasta casi quemarme la piel. El ruido se me antoja ensordecedor. Tengo la sensación de estarme jugando la vida tal cual si escalara la cara norte del Everest en pleno temporal. Me enjabono apresuradamente, me convenzo de que no es necesario lavar el cabello a diario.
Pasados escasos dos minutos estoy fuera de la bañera secándome. Me cubro con un albornoz por todo atuendo. Empiezo a pensar que tal vez estoy exagerando. No hay ningún indicio tangible que me lleve a suponer que algo se ha introducido en mi casa con la intención de atentar contra mi integridad personal. Cuando salgo al pasillo con intención de dirigirme a la cocina para preparar el desayuno, la visión de la puerta de entrada a mi casa me hace cambiar de opinión. Sí, hay algo tangible que me acecha. Y está ahí fuera, esperándome.
Un escalofrío me sacude de nuevo. Siento un vacío en el pecho que me empuja a retroceder hasta mi habitación y meterme de nuevo en la cama. Pero ya no soy un niño, reflexiono. Ni tan siquiera un adolescente. Con treinta años me puedo considerar un adulto. Los adultos, por lo menos en teoría, enfrentan sus problemas abiertamente, no los eluden.
Mientras el microondas calienta mi taza de leche, permanezco de pie inmóvil, mirando de hito en hito hacia la puerta de entrada a la cocina. El aviso sonoro del aparato me sobresalta. Me siento a tomar la leche que acompaño con unas galletas maría. Cuando acabo, me dirijo de nuevo al baño para lavarme los dientes. Me encuentro mejor, ya no me desplazo por la casa como si fuese el cubil de un león hambriento.
A continuación me visto, recojo el móvil de encima de la mesita de noche y me dirijo hacia la puerta de entrada de la casa a través del largo, y ahora bien iluminado, pasillo.
Cuando me hallo a pocos centímetros de aquel armazón de madera, comienzo a separar el brazo derecho del cuerpo para aferrar con la mano el pomo de la puerta. Siento que cada pequeño movimiento que realizo es una impresionante hazaña que me cuesta un gran esfuerzo.
En el mismo instante en el que mi extremidad toma contacto con el dorado pomo metálico y lo envuelve con sus dedos, algo hace clic en mi cerebro. Me quedo petrificado en esa postura.
En mi mente solo existe el recuerdo vívido de mi sueño nocturno. Los veo de nuevo empujando tras la pared, y lo que es peor, también los escucho al otro lado de la puerta. Siento que están ahí, empujando con todas sus fuerzas. Para arrollarme, sí, para arrollarme. Permanezco inmóvil, con los ojos inundados en lágrimas debido a la inmovilidad de mis pestañas. Rememoro el comienzo de todo.
Mi pequeña y acogedora casa, en realidad por tamaño, es más bien un apartamento que cuenta con una sola planta. La adquirí con el dinero recibido en herencia tras la muerte de mi querida abuela Josefa. Tiene una particularidad, la puerta principal, de hecho toda la fachada principal, no está orientada hacia la calle sino hacia un lateral. Enfrente de la misma hay una pared de cantería de unos cien metros de longitud, que forma parte de un recinto rectangular que encierra una casa centenaria, deshabitada y teóricamente abandonada que, sin embargo, se conserva en un estado envidiable. Quince días atrás, mientras caminaba por el sendero lateral que se dirige a la puerta de entrada de mi casa, había notado una sensación extraña. Un sudor frío perla mis sienes con solo recordarlo.
Al principio fue difícil darle un significado real, localizar el origen de mi malestar, traducirlo en algo más tangible que una sensación. Cuando lo hice, y comprobé empíricamente que no me equivocaba, que algo sucedía realmente, intenté rechazar ese hecho constatado, restarle crédito.
Pero esa noche, durante el sueño, sentí que esa era la verdad, que esa era la realidad. Y aún hay más.
Los responsables me habían hablado, se comunicaron conmigo a través de mi sueño. No tengo ningún tipo de duda respecto a esto. Desde luego que no fue producto de mi imaginación onírica. Ojalá hubiera una forma de demostrarlo, pero yo sé que es así. Lo sé. El asunto es bien sencillo. La pared ubicada enfrente de la entrada a mi casa, está avanzando. Sí, se mueve, imperceptiblemente, como el crecimiento de una flor. He verificado el resultado del proceso sin ningún género de duda. Se acerca, empujada por las criaturas que me hablan en sueños y que tienen cómo única finalidad hacerme desaparecer, a mí y a todo vestigio de mi existencia.
Este cuento está publicado en el libro de relatos, Cuento hasta nueve.
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Realmente inquietante y terrorífico. Quita la respiración. Saludos
ResponderEliminarGracias, mientras no muera nadie me doy por satisfecho. Saludos! ;)
ResponderEliminarDe principio a fin con el corazón en un puño y la respiración entrecortada.... difícil conseguir que el lector se entregue por completo al mundo descrito👏
ResponderEliminarGracias, me alegro que te gustará, saludos!
EliminarUn gran relato de intriga que mantiene la tensión hasta el último momento. Me recuerda a una experiencia que tuve en casa.
ResponderEliminarGracias por compartirlo.
Te invito a visitar mi blog y comentar un relato que te llame la atención.
Saludos cordiales.
Gracias por tu opinión! Siempre ando a mil, a ver si este finde tengo tiempo y vuelvo, que ya he leído y mola! Saludos!
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