La estación, un relato de terror escrito por Xurxo Esquío

La estación es un relato incluido en la recopilación Cuento hasta nueve

Hacía años que aquella estación era un lugar fantasmal infestado de telarañas y ratones.
El declive del pueblo había comenzado con la merma en su actividad ferroviaria. Como la más contagiosa de las enfermedades, lo siguiente fue la correspondiente disminución de la población, y como trágica conclusión la desaparición de las paradas del ferrocarril. La construcción de la autovía no había sido más que el tiro de gracia para un pueblo que en pocos años se vio inmerso en el más absoluto ostracismo.

Manuel había sido el último jefe de aquella estación. Se había jubilado hacía más de veinte años. Sin embargo, adoraba pasear por aquel entorno en el que tantas horas de su vida había pasado. Aquella mañana se sobresaltó cuándo creyó ver un tren que se acercaba reduciendo la marcha. Permaneció inmóvil, siguiendo longitudinalmente con la mirada la vía del ferrocarril, hasta que confirmó su primera impresión. En la lejanía, vislumbraba lo que sin duda era una locomotora disminuyendo la velocidad. Inequívocamente, se trataba de una locomotora a vapor.

Con los nudillos de los dedos índices se frota con insistencia los globos oculares. Cuando su vista se estabiliza, comprueba que efectivamente se acerca una locomotora de color oscuro expulsando humo por la chimenea metálica. Mientras su mente intenta encontrar una explicación racional, el tren se detiene delante de la vieja estación. Un silencio sepulcral envuelve el lugar.
Es un día de mayo, la temperatura es agradable. Repentinamente, es consciente de que pájaros e insectos permanecen en silencio, quizás exhortados por una fuerza invisible.
Un estruendo aniquila aquel sosiego.
El portón lateral de uno de los vagones se abre. Una rampa metálica se desliza bruscamente hasta detenerse golpeando contra el desvencijado suelo de la estación. Manuel contempla embobado la escena.
Su sorpresa se expande como el humo en el viento cuando, incrédulo, verifica que una enorme vaca rojiza desciende por la rampa. El animal, de modo parsimonioso, se desplaza con la cabeza y los cuernos apuntando al suelo. Cuando alcanza el andén de oscuro cemento, se hace a un lado y se queda inmóvil, esperando.
A continuación, un nuevo bovino desciende por la rampa, y luego otro, y otro, hasta completar un total de seis vacas rojizas, que ahora sí, como si fueran dirigidas por un pastor invisible, comienzan a caminar en grupo. La manada penetra en el edificio de la estación por la puerta por donde antaño entraban y salían los viajeros. Los animales se desplazan en fila india. Del mismo modo, abandonan el edificio por la puerta que tienen enfrente, que comunica con la carretera que desemboca en el pueblo.
Manuel apura el paso para comprobar a donde se dirige la manada. Le carcome la curiosidad.
Sin embargo, sus mermadas capacidades físicas, efecto implacable de la vejez, impiden que ni aun con la ayuda de su bastón, pueda hacer algo más que observar como se alejan en dirección al centro del pueblo. Decide coger su automóvil para ir tras ellas. Cubre la distancia hasta su auto con el corazón latiendo de tal manera que parece que se le va a escapar del pecho. Sube en su viejo utilitario, arranca y se pone en marcha a toda velocidad. La nube de polvo que levanta queda suspendida en el aire mientras el automóvil se pierde en la lejanía en dirección a la aldea, a kilómetro y medio de distancia. Manuel conduce con las manos sobre la parte superior del volante, agarrándolo con tal fuerza que parece que tiene miedo de que se escurra entre sus dedos. Permanece con la mirada fija en la carretera como si fuera su enemiga más que la aliada que lo guía al destino deseado. Va rápido, tal vez demasiado, piensa. Cuando lleva un minuto de camino, si hubiese salido de su abstracción, hubiera podido contemplar los primeros tejados del pueblo. Sin embargo, continúa hipnotizado por lo que alguna vez mereció el nombre de asfalto. Sale de su trance cuando está a punto de impactar contra la fuente que preside la plaza principal. Se ha internado más de cuatrocientos metros entre las casas sin percatarse. Clava el pie en el freno, el auto emite un chirrido de protesta y se detiene a escasos centímetros de la mole de piedra. Ignorando lo apurado de la situación, gira la cabeza a su alrededor en busca de aquellas extrañas vacas. Ni rastro. Se pregunta como es posible que no les haya dado alcance.
Súbitamente, advierte  que de una casa a su izquierda, surge uno de los bovinos. Se dirige al centro de la plaza. Una vez allí se queda inmóvil. El animal parece tranquilo, pero tiene el hocico manchado de sangre. Manuel instintivamente coge su bastón, sale del auto y se dirige a la casa que la vaca termina de abandonar.
Dentro del edificio el horror le espera. Los cadáveres sanguinolentos de dos personas están tirados en el suelo de la cocina con sus abdómenes abiertos y las vísceras esparcidas por el suelo. Manuel sale de la casa tropezando con todo lo que encuentra a su paso. Cuando alcanza la plaza de nuevo, comprueba que son ya tres las vacas que permanecen inmóviles junto a la fuente, las tres con los hocicos teñidos de sangre. En ese momento el corazón de Manuel dice basta. El hombre cae al suelo víctima de un ataque cardíaco que se lo lleva en pocos minutos.
Media hora más tarde, seis vacas con los hocicos sanguinolentos esperan en el centro de la plaza.
Del resto de viviendas que flanquean la plaza comienzan a salir unos seres de andar estrafalario y rostro desencajado. Una vez reunidos con el grupo de vacas, caminan en procesión hacia la estación donde un tren espera para recogerlos y llevarlos a la siguiente parada.

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